Tenemos que hablar sobre Kevin

Lenta y prácticamente solitaria fue la llegada de Tenemos que hablar sobre Kevin a la cartelera local. Le tomó dos años realizar ese viaje. Una historia que despegó en Cannes 2011 sobre los hombros de una de las actrices más fascinantes del cine contemporáneo.
La británica Tilda Swinton se mete esta vez en las pieles de Eva, una mujer con una vida prácticamente perfecta: casada, editora de guías de viaje, con un esposo amable y amado. A los 40 decide que es hora de tener un hijo, y ese hijo anhelado se llamara Kevin, y desde su llegada, trastocara su vida. Y no de la manera usual. La de una madre trabajadora en el mundo de hoy, sino que será trastocada al borde del miedo, de la locura.

Tenemos que hablar sobre Kevin no es una película de terror, pero aterra, asusta. Es una película incomoda, difícil de ver. Puede que llegue a perturbar al espectador, más allá de las propias piruetas de estilo de su realizadora (fascinante desde su universo visual, y si no allí está su cortometraje Nadador de 2012), que por momentos llega hasta los predios de Roman Polanski en El bebe de Rosemary.

La directora Lynn Ramsay adapta la novela homónima de Lionel Shriver. Una historia que bien podría preludiar relatos cinematográficos como Elefante (2003) de Gus Van Sant o la crudamente exquisita y desesperada Politécnico (2009) de Denis Villeneuve e incluso Bully (2002) de Larry Clark.

La de Shriver/Ramsay es una historia de espeluznante actualidad que se crece a la sombra de los tristes hechos en Columbine (1999), Virginia (2007), Colorado (2012) y Connecticut (2012), por nombrar algunos.

Ramsay, siguiendo a Shriver, indaga en el misterioso absurdo del odio, como si este emergiera de un espacio desconocido del alma. Lo lleva al seno del hogar, lo lleva a un duelo entre madre e hijo. Un duelo cruel y frágil por lo que ello conlleva. Por aquello de un cordón umbilical invisible que parece romperse.

Los ojos de Kevin desconciertan cada vez más a Eva. La desarman, la asustan. Las dudas la sobresaltan. Su esposo no parece advertir la tensión que el pequeño genera en su mujer. Una tensión que se transforma en un tour de force que se prolonga durante años.

En medio, la conversación que se propone desde el título nunca llega. Ese llamado de auxilio no parece ser socorrido. Ese grito silencioso se expande puertas afuera sin respuesta alguna.

El espectador advierte no lo que va a suceder, pero si la dimensión de lo que esta por venir.

En el filme de Ramsay se ventila la culpa, el remordimiento, la estupidez, un doloroso odio materno-filial, una ceguera amorosa paterno-filial. El castigo y la reprimenda social. Pero por sobre todo ello queda el desasosiego, el enigma. Ese por qué inexplicable que quizás sólo David Lynch podría desentrañar de peores maneras.

Swinton devora su personaje y arrastra al espectador a su propia pesadilla. Le sirven de contrapeso un sorprendente Ezra Miller y el sólido John C. Reilly, la otra pieza clave en ese nudo familiar.

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