Religión y política: Mesianismos arenosos

REINALDO CHACÓN

Hace ya 3 años escribí sobre el periplo que significaron los distintos intentos de adaptación cinematográfica de la compleja obra de ciencia ficción del novelista Frank Herbert, Duna, iniciada en 1959 y publicada en 1965. Y también desmenuce las ventajas de elegir a un director como Villeneuve que caracteriza sus discursos bajo la influencia de ritmos pausados, fotográficos y envolventes. Valores estéticos efectivos para esta historia en particular. Solo quedaba por conocer las formas resolutivas para enfrentar el concepto más intrincado de esta obra: la realidad.

Herbert construyó un universo ficticio donde expresó, en una épica historia, la manifestación de las diferentes estructuras de poder y manipulación que el humano ha construido para alimentar su ego y sobrevivir a las indefinidas e incontrolables dinámicas de nuestra esencia. Ramificaciones interrelacionales que funciona perfectamente para la amplitud del formato novela, que deben ser cuidadas al momento de ir a la gran pantalla.

Incorporando a Craig Mazin al equipo de guionistas de esta película, donde repiten Jon Spaihts y el propio Villeneuve, la narración asume la imposición como foco del discurso. El reto principal de esta película se encuentra en la adaptación del tercer libro de la novela, titulado El Profeta, el cual ofrece la modificación del tono del relato al exponer cómo hemos construido el balance de nuestra existencia a base de elegir desde las necesidades, siempre imposibles de satisfacer. Herbert diseñó un conflicto ramificado, cíclico e interminable, con premisas que se extienden paulatinamente a lo largo de la obra hasta generar una estructura de correspondencias donde: la traición es solo un costo político para elegir otro camino con el mismo desenlace; el mesianismo es la autoprotección para que la destrucción sea la propia reconstrucción del sistema (entropía viciada); y la subordinación a los recursos escasos es un embudo de pensamiento dependiente.

Para ello, Mazin, Spaihts y Villeneuve elaboraron la ascendente transformación del discurso autoritario de Paul Muad’Dib Astreides y así modificar ese tono conciliador en la novela, favorecidos por la también diseñada aceleración del impulso de la leyenda religiosa mesiánica inventada por las Bene Gesserit al pueblo Fremen (un tanto sugerente en la obra literaria). Dos motores que incrementan la tensión en el formato cinematográfico y ofrece resoluciones dramáticas con mayor alcance al corto tiempo, porque sí, las 2 horas y 46 minutos de esta segunda entrega siguen siendo pocas para la fortaleza ramificadora esgrimida por Herbert.

Al mismo tiempo, Villeneuve recurre a su potencia visual para generar una correspondencia discursiva (imitando así la conceptualización de Herbert) respaldado por Greig Fraser, quien repite como director de fotografía. Elaborando un relato repleto de planos épicos en cada secuencia, añaden amplitud contextual a los conceptos y ofrece una lectura multisensorial del discurso: la diversidad cromática entre los mundos de Arrakis, Giedi Prime y Kaitain, definen sus abstinencias y contenciones, radicalidades y vulnerabilidades, y su falsa neutralidad bajo la máscara de la elegancia, respectivamente; los paralelos e íntimos planos de los Fremen, en contradicción a los radicales y competitivos planos picados y contrapicados recurrentes de los Harkonnen, revelan la guerra impuesta, o acordada, que se vive en este espacio galáctico gerenciado por los acomodados planos de la Corte Real.

Un exquisito, reflexivo y entretenido viaje metafórico de nuestra realidad humana que tal vez tenga, dentro de sus tantas modificaciones de la obra original, un asterisco que tocará esperar para “dictaminar” su acierto o desacierto: un final abierto.

Herbert, aunque continuó desarrollando su obra como una saga, cerró el camino del héroe en Duna con la transformación mesiánica de Paul. Esta equivocación resalta el mensaje de la historia: los peligros de elegir ciegamente a un líder en el cual se deposite la confianza y guía de una sociedad. Aunque no resuelve el destino del libre albedrío del personaje, queda claro que la decisión de convertirse en Kwisatz Haredach dictamina la ostentación del poder para transformar el mundo en algo “mejor” (la utopía del héroe). Pero esta segunda entrega cinematográfica decide ampliar la historia como puente hacia la extensión de la siguiente publicación del autor, en 1969, con El mesías de Duna. No solamente como un trayecto hacia el relato de la Yihad por el universo (el cual culmina con expectativa y no como consecuencia cíclica del sistema), sino también para dejar espacio a la reacción de Chani ante la decisión política de elegir a la princesa Irulan como su esposa. En la novela, la Fremen es convencida por la Reverenda Madre al contarle que en esta historia se recordará más a las concubinas que a las esposas. Sin embargo, la construcción psicológica del film impide que este final sea posible. Los valores de rebeldía de esta guerrera, emancipando no solamente a su pueblo sino a su género, hacen verosímil que las acciones escritas a mediados del siglo XX no sean las ideales.

Sería injusto, tanto para el autor de la novela como para la adaptación cinematográfica, definir la más beneficiosa resolución de este conflicto dramático, especialmente cuando la reescritura intenta involucrar nuestro presente y no nuestro pasado. Lo cual deja abierta la oportunidad para conocer la forma y fondo en como manifestarán el mensaje y reflexión del autor desde nuevas perspectivas.

Para quien escribe, aunque esta espera mantendrá la incertidumbre por conocer la resolución, no es posible negar la oportunidad perdida de culminar una gran obra en favor del mensaje (incluso de las otras entregar del propio Herbert) y no de la comercialización, puesto que es posible que la compleja reflexión cíclica y permanente de esta historia se difumine en dimes y diretes de una de las tantas subtramas. Todo pinta a una pérdida del foco por abarcar más relato.

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