Gran Torino. Un acto de fe

Clint Eastwood se despidió de la actuación con "Gran Torino"
Clint Eastwood se despidió de la actuación con "Gran Torino"

Walt Kowalski resume en mucho un abanico de personajes que hicieron de Clint Eastwood uno de los grandes duros del cine. Hay en este amargado septuagenario algo del “sucio” Harry Callahan. Pero también se encuentran rasgos del retirado pistolero Bill Munny de Los imperdonables; del desahuciado Terry McCaleb de Blood Work; del mal querido Luther Whitney de Poder absoluto y del solitario Predicador de El jinete pálido.

El ceño fruncido, la mirada fría, la voz pastosa y ronca se apropian de este veterano de la Guerra de Corea, alejado de Dios,  que pasa de sus vecinos, de su familia y del mundo. Un huraño personaje que sirve a Eastwood para redondear su propia filmografía como intérprete y despedirse así de la actuación, que no del cine.

En un suburbio de Detroit, Kowalski (Clint Eastwood) es un outsider encerrado en sus cuatro impecables paredes. Si algo le interesa a este hombre, es ese flamante Gran Torino que duerme en el garaje de su casa, testigo de un pasado más glorioso, si es que la gloria cabe en esa existencia marginal que se distancia de los propios y se conforma con dar rienda suelta a sus prejuicios raciales.

Eastwood coloca a este inmigrante polaco en un barrio de Detroit, que ya no luce tan pujante ni orgullosa. El corazón industrial de Estados Unidos, sumergido en la crisis, sirve de contexto para este relato que pulsa algunas de las grandes inquietudes de este realizador.

La modélica residencia de Kowalski –ese idílico referente de la vivienda estadounidense-, frente a los jardines a medio hacer o las casas sin cuidado, muestra las dos caras de una moneda. Rostros de una sociedad en declive y de un nuevo paisaje urbano que no admite si no compromisos con el otro, tal y como parece subrayarlo este creador obsesionado y preocupado por el futuro de su país y de aquéllos más jóvenes que lo pueblan.

De a poco Kowalski va descubriendo que detrás de los rostros rasgados, de esa presencia del sudeste asiático que hoy puebla las calles que antes transitaban sus vecinos, sus pares ya fallecidos; está el rostro de una nueva nación que no tendrá oportunidad alguna de subsistir, de crear, de crecer, si simplemente no se tiende la oportunidad.

La mirada de Eastwood no se despega de esta inquietud que aborda y borda una y otra vez desde Mystic River (2003). Niños maltratados, abandonados, asesinados o raptados; jóvenes masacrados en la guerra pueblan los relatos de Million Dollar Baby (2004), Banderas de nuestros padres (2006) o El sustituto (2008).

Los chicos que Eastwood retrata en Gran Torino (2008) son pandilleros, negros, latinos e inmigrantes hmong que intentan ser dueños de un futuro violento. Cuando esa violencia toca a su puerta, Kowalski es capaz de comenzar a mirar de otra manera a sus nuevos vecinos. El viejo soldado desenfunda su rifle M-1 para defender su flamante joya de cuatro ruedas y ese espacio que venera. Y como el Predicador o Bill Munny se convierte sin querer en el héroe de los más desamparados. Al punto que más pronto que tarde, termina asumiendo el rol de mentor de uno de esos jóvenes perdidos.

Eastwood se sirve de uno de los géneros que más conoce –el western- para articular esta historia de perdedores aparentes. De personajes olvidados en la primera o última encrucijada de su vida. Mientras Kowalski parecía esperar pasivamente el final de sus días, de roer su existencia con ese odio que nació en sus días de guerra, ese evento fortuito y violento lo encamina hacia el compromiso y también a mirarse a sí mismo con otros ojos. A dar un paso adelante, a exponer el pecho, a inmolarse como un único acto de fe.

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